Ésta es la práctica

Cuando el Buda atendió a un monje moribundo, le demostró cómo vivir, cómo morir, y cómo cuidar de los demás. Vanessa Sasson nos ofrece su versión de esta conmovedora historia.

Vanessa Sasson
5 July 2023
Ilustración de “La vida del Buda en imágenes”, cortesía de dhammatalks.net

Ananda tuvo una arcada.

Tomó el borde de su hábito para taparse la nariz. Pero, ¿qué era ese olor? Intentó ver a través de la oscuridad, pero la puerta que habían utilizado para entrar en la cabaña se había cerrado de golpe detrás de ellos. No había luz. Este tipo de olor seguro que es causado por alguna enfermedad, se preocupó Ananda para sus adentros, pensando que deberían de irse inmediatamente.

-Bhante, no deberíamos de estar aquí-, suplicó Ananda. -No es seguro-. Su imaginación corría desbocada. Cualquier cosa podría estar escondida en la oscuridad. Después de todo, se encontraban en lo más profundo del bosque, donde acechaban espíritus, demonios y animales salvajes.

-Por favor, Bhante. Nunca podré perdonarme si te sucede algo-.

Ananda trató de alejar al Buda de la podredumbre que estaba supurando. El Buda, sin embargo, se quedó justo donde estaba.

-Hemos venido precisamente para esto-, respondió el Buda. -Estamos aquí por él.

¿Por él?

El Buda se dirigió al otro lado de la pequeña cabaña y abrió los postigos de la ventana, inundando el espacio de luz y del aire fresco del bosque. Ahora era posible ver en la habitación.

Su contenido era escaso: unos cuantos platos, un montón de hábitos de trapo amontonados en un rincón y un tapete de paja en el suelo, cubierto por una manta gastada. Las moscas zumbaban alrededor.

Entonces, algo se movió bajo la manta. Ananda retrocedió; el Buda, sin embargo, no se inmutó. El Buda se arrodilló y la retiró. Ahí, ante ellos, había un monje demasiado débil para mover la manta él mismo.

Ananda dejó caer el borde del hábito que sostenía sobre su rostro y se agachó junto a su maestro. La repulsión que había sentido un momento antes ya no tenía importancia.

El monje carraspeaba. Tenía la frente húmeda de sudor, la piel amarilla y las mejillas muy hundidas. Llevaba los restos de una cabeza afeitada, pero el pelo le volvía a crecer en mechones sucios.

– ¿Cómo han podido dejarlo así sus hermanos? – exclamó Ananda. -Hay cabañas por toda la zona. No está solo en este bosque. Los otros monjes deben saber que está enfermo. ¿Por qué no se ocupan de él?

Ananda estaba fuera de sí.

-Visitaremos a los demás a su debido tiempo-, respondió el Buda. -Pero, ahora mismo, debemos atenderlo-.

Ananda trató de comprender el sufrimiento que contemplaba. Quería salir corriendo por la puerta y regañar a los demás monjes, estuvieran donde estuvieran. Podía oír las palabras de acusación que ya se estaban formando en su mente. Les sermonearía, les reprendería por lo que habían hecho.

Pero el Buda tenía razón. Ese no era el momento de hacerlo.

-Hermano, ¿estás despierto?-, preguntó el Buda. -¿Puedes oírme?

El monje negó con la cabeza.

-Intenta abrir los ojos.

El monje abrió uno de sus ojos. Miró al Buda, viéndole, pero no del todo.

-Estamos aquí para cuidar de ti-, explicó el Buda.

El monje examinó a los dos hombres sentados a su lado.

-Váyanse.

Su aliento era fétido. Las moscas seguían revoloteando, dándose un festín con su suciedad. El monje volvió la cara.

Ananda necesitaba hacer algo. Cuando se sentía incómodo, respondía ocupándose. Así que recogió los hábitos sucios, los pequeños trozos de harapos esparcidos y las tazas rebosantes de vómito.

-Volveré pronto-, dijo Ananda. No fue necesaria explicación alguna.

Un pequeño río burbujeaba cerca, su agua fresca y cristalina. Ananda se subió el hábito y se metió en el agua, apuntando a una orilla fangosa y poco profunda. Ahí, sumergió todos los hábitos y paños en el agua y restregó cada uno con puñados de barro gris líquido. Enjuagó el barro, escurrió el agua y volvió a embarrarlos, tal y como le había enseñado su madre cuando era niño.

Enjuagaba, embarraba, repetía. Enjuagaba, embarraba, repetía. Una y otra vez.

Una vez desaparecido el hedor, Ananda escurrió cada hábito y paño y lo golpeó varias veces contra las rocas. Después, lavó los platos y llenó uno de los cuencos con agua limpia. Regresó a la cabaña. Esta vez, a pesar del hedor, no se tapó la nariz.

El Buda estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, hablándole al monje suavemente, las palabras brotaban de él como el agua que fluye sobre las rocas: suavizando la superficie, eliminando los residuos. Ananda observaba hipnotizado y en silencio, con los platos aún en las manos y los hábitos colgados del hombro. Fue entonces cuando Ananda advirtió, quizá por primera vez, las arrugas que surcaban el rostro de su maestro.

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¿Cuándo había envejecido Buda?  

-¿Empezamos el lavado?-, preguntó el Buda.

El monje era la viva imagen de la angustia.

-¿No pueden dejarme en paz?

Ananda volvió a ocuparse. Dejó los platos y los hábitos limpios y volvió a salir en busca de una piedra que impidiera que la puerta principal se cerrara de golpe. Así, el aire circularía a través de las aberturas en ambos extremos.

-No puedes quedarte así, hermano-, dijo el Buda, mientras Ananda apoyaba la piedra contra la puerta.

El hombre no respondió.

-¿Y si sólo te lavamos la cara y te limpiamos el pelo?- sugirió Ananda. -Podríamos darte un poco de agua para enjuagarte la boca.

El hombre volvió a negar con la cabeza.

-Yo puedo cuidarme solo.

No, no puedes, estuvo tentado de responder Ananda. Pero se contuvo. Pudo ver la humillación que el monje intentaba ocultar. Estaba tirado en su propia suciedad, abandonado por sus hermanos por razones que Ananda no lograba comprender. Tal vez los había alejado. O tal vez nunca venían.

-¿Por qué están aquí?-, bramó el monje, aparentemente enfurecido por su presencia en su cabaña.

-¿Acaso importa?-, respondió el Buda. -El simple hecho es que estamos aquí. Y necesitas nuestra ayuda.

Ananda pudo ver que una aguda respuesta se formaba en el borde de la mente del monje. Era un luchador, preparado con lo que debía de ser toda una vida de hábitos. Obviamente, quería discutir con los dos hasta lograr echarlos.

Pero estaba cansado. No le quedaban flechas en el carcaj para lanzar.

-Déjenme morir en paz-, dijo mientras volvía a girar la cabeza.

Era un luchador que había abandonado la pelea.

El Buda y Ananda se sentaron en silencio durante un rato, dándole tiempo para acostumbrarse a su presencia. Esperando que el tiempo suavizara el golpe. Ananda cerró los ojos y siguió su respiración de la forma en que Buda le había enseñado. Una inhalación entraba, una exhalación salía. Sintió una ligera brisa que le acariciaba la mejilla. El aire entraba en la cabaña por la ventana y salía por la puerta.

Y entonces el monje miró a los dos hombres sentados junto a su tapete. -¿En verdad no les es molestia?-, susurró con evidente incredulidad.

El Buda sonrió levemente.

-No, no es molestia alguna.

Ananda trajo el cuenco de agua y el primero de los paños limpios. Vio cómo su maestro lo mojaba en el agua y limpiaba la frente del hombre. A continuación, el Buda trabajó alrededor de los ojos, limpiando las comisuras con tierna atención. Le limpió la boca y alrededor de las orejas, pasando regularmente el paño a Ananda para que lo enjuagara. Los dos hombres trabajaron al unísono en silencio. Además, le dieron agua al monje para que se enjuagara la boca.

Cuando acabaron con su cara, pasaron a su cabeza, retirándole los piojos con las uñas. Después de cada hallazgo, el Buda pasaba los dedos por el espinoso crecimiento del cabello del monje, entrecerrando los ojos envejecidos, en busca de más. Cuando estuvieron seguros de haber atrapado todos los piojos, enjuagaron el cuero cabelludo del monje y lo cubrieron con un puñado de barro que Ananda había traído del río. El barro del río tenía muchas propiedades curativas: eso le había enseñado su madre. Ayudaría a curar las costras.

Tras enjuagar el barro, Ananda sacó de su bolsa de viaje un pequeño frasco de aceite de almendras y vertió unas gotas en el cuero cabelludo del monje. El aceite de almendras era un ingrediente muy preciado, y nunca viajaba sin él.

-Permítenos lavarte el resto del cuerpo-, ofreció Ananda mientras masajeaba la cabeza del monje. -Así te sentirás mejor.

El monje estaba más tranquilo que antes, el masaje craneal hacía su magia familiar. Pero ante la sugerencia de ir un paso más allá, volvió el pánico.

-Por favor, no más-, dijo mientras se cubría la cara con una de sus manos. -Perdí el control de mis esfínteres hace días. Tienen que irse.

Ananda miró al Buda. Nunca supo cómo enfrentarse a un dolor tan debilitante. Quería que su maestro se sintiera orgulloso. Quería ser capaz de contener el dolor de otro, pero nunca lo había consiguido. En cambio, Ananda siempre absorbía el sufrimiento, se convertía en parte de él y acababa ahogándose junto a la persona a la que estaba allí para ayudar.

-Nunca me había encontrado así-, añadió el monje, con la mano aún cubriéndole el rostro. -Hice a todos los demás alejarse.

Así que los otros monjes sí habían intentado ayudar, se dio cuenta Ananda. Deberían haberlo intentado de nuevo en lugar de aceptar su negativa.

-Puede ser difícil dejar que otros hagan lo que siempre hemos hecho nosotros mismos-, respondió el Buda. -Sin embargo, es una lección que todos debemos de aprender con el tiempo.

-¿Por qué no te lavamos las extremidades exteriores?- sugirió Ananda. -Podemos empezar así. No tienes por qué avergonzarte.

El monje mantuvo el rostro cubierto, pero asintió con la cabeza, muy levemente. Permiso concedido.

Le quitaron la mano de la cara, le enjuagaron el brazo, lo embarraron y lo volvieron a enjuagar. A continuación, aplicaron aceite para ayudar a hidratar las grietas, masajeando suavemente, revigorizando el cuerpo bajo la piel. Cuando terminaron, colocaron el brazo bajo la manta y pasaron al siguiente. Un brazo, luego el otro; un pie, luego el otro. Incluso limpiaron debajo de las uñas.

De vez en cuando, Ananda dejaba de hacer lo que estaba haciendo y levantaba la vista de su trabajo, maravillado por el momento. Estaba en una cabaña del bosque con su maestro, cuidando a otra persona. Su maestro estaba sentado a su lado, en el suelo. Él, que alguna vez había sido el príncipe heredero de un gran reino, que alguna vez había portado delicadas vestimentas, atendido por docenas de sirvientes de todas las maneras posibles. El príncipe heredero nunca se había sentado en el suelo. Y, desde luego, nunca había lavado los pies de otro con sus propias manos. Había gente que viajaba durante días con la esperanza de ver al Buda y le rogaba tocar sus pies con la cabeza.

Pero aquí estaba él, sentado en el suelo, sosteniendo los pies sucios de otro en su regazo. Raspó trozos secos de excremento con las uñas, restregó y lavó a otro con sus delicadas manos. Era el Buda, el ser más ilustre que Ananda podía imaginar. No olvides este día, se repetía a sí mismo. De todas las enseñanzas que Ananda había recibido, ésta era, con creces, la más profunda.

Los brazos y las piernas estaban limpios. Se había aplicado el aceite. El monje tenía mejor aspecto. Ya no se cubría la cara con la mano.

-Hermano, ahora debemos levantar la manta y limpiar el resto-, explicó el Buda. -Sé que esto no es fácil para ti, pero es importante que estés limpio en todas partes.

El hombre, que un momento antes había estado menos tenso, ahora parecía asustado. Se aferró a la manta con ambas manos. -Por favor, no-, suplicó. -Es horrible ahí abajo. Déjenme en paz. Ya han hecho bastante, sean quienes sean.

Eran extraños para él, se dio cuenta Ananda. El monje no reconocía a su maestro.

-No debes de ser tan orgulloso-, respondió el Buda. -Este cuerpo no es más que una bolsa de doble fondo. La comida entra, el excremento sale. Todos somos iguales. Tu cuerpo no es nada de lo cual avergonzarse.

-Hay suciedad por todas partes-, gritó el monje con los ojos apretados. -No se supone que sea así. Tienen que irse.

-Le das demasiada importancia a este cuerpo-, continuó el Buda. -Esta bolsa que llevamos a lo largo de nuestra vida no es más que una colección de partes impermanentes. Como cuerpo, tiene funciones que cumplir, pero no puede cumplirlas eternamente. Tu cuerpo está destinado a deshacerse. ¿Cómo podría ser de otra manera?

El hombre, que seguía aferrado a la manta, volvió la cabeza hacia el otro lado.

-Sufres de la enfermedad más ordinaria, hermano. Tienes disentería. Pronto morirás de esta enfermedad. Yo también moriré algún día de ella.

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Ananda estaba escurriendo uno de los paños en un cuenco. Se detuvo y miró fijamente a su maestro con sorpresa no disimulada. ¿Moriría de disentería? ¿El Buda? Seguro que el Buda podría librarse de eso.

El Buda no volteó en dirección a Ananda. Mantuvo la mirada fija en su pupilo. El Buda veía cosas que los demás apenas empezaban a comprender. Ananda tenía treinta y seis mil preguntas y, sin embargo, sabía que no debía hacer ninguna. Si el Buda decía que moriría de disentería, entonces debía ser así.

Pero, ¿cuándo? Ananda no quería perder a su maestro. No podía imaginarse la vida sin él como guía.

El cuerpo no es más que una bolsa de doble fondo, se recordó a sí mismo. Incluso el cuerpo del Buda. Nadie dura para siempre. Todos nos desharemos algún día.

-En este preciso momento tienes la oportunidad de desarrollar la introspección-, aconsejó el Buda. -Así que aprovecha la oportunidad. No te queda mucho tiempo para aprender.

El monje se volvió hacia el Buda. ¿Empezaba a reconocer quién le había estado lavando los pies?

Inhaló profundamente. Luego cerró los ojos y asintió con la cabeza, conteniendo la respiración.

Ananda volvió al río para enjuagar los paños y llevar más agua fresca para la última parte del proceso. Intentó no pensar en todos los temores que se arremolinaban en su mente. No quería que el Buda muriera. No le gustaba la impermanencia. Nunca le había gustado.

Cuando Ananda regresó, se pusieron a trabajar. El tapete de paja estaba sucio y había que desecharlo. Maniobraron suavemente el cuerpo del monje y retiraron el tapete que se encontraba debajo. Quitaron también la manta, que estaba sucia, y tiraron ambas cosas fuera.

El monje volvió a cubrirse la cara con las manos, protegiéndose los ojos con la esperanza de que eso protegiera también el resto de su cuerpo mientras yacía desnudo en el suelo. El Buda tocó la cabeza del monje y le susurró una bendición. Prometió que todo iría bien.

Tenía excrementos secos por toda la cara interna de los muslos y por todas partes. Había vómito apelmazado en su pecho. El Buda y Ananda trabajaron todo, sin hablar, sin prisas, tomándose su tiempo. Esto es lo que le pasa a una bolsa de doble fondo, recitó Ananda para sí. Esto es lo que ocurre cuando un cuerpo empieza a deshacerse. Lavaron cada centímetro de él como una madre lava a su hijo.

Cuando se acercaban al final de su trabajo, y su cuerpo había sido limpiado, Ananda se quitó su propio hábito externo y lo colocó suavemente sobre el monje. El Buda apartó las manos del monje de su rostro y las colocó a ambos lados de él. El monje había estado llorando, pero ya no eran lágrimas de angustia.

-Es muy difícil soltar-, admitió el monje.

-Así es”, respondió el Buda. -Pero esa es la práctica. Nada más que eso.

ACERCA DE VANESSA SASSON

En sus libros Yasodhara and the Buddha y The Gathering: A Story of the First Buddhist Women, Vanessa Sasson combina una profunda investigación académica con el espíritu de la ficción.

ACERCA DE ESTEFANIA DUQUE (TRADUCTORA)

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Estefania es licenciada en Lenguas Modernas e Interculturalidad por la Universidad De La Salle Bajío. Creció en la calidez de la comunidad budista de Casa Tibet México y actualmente cursa un Programa de Formación de Traductores de Tibetano en Dharma Sagar, con la aspiración de traducir el Dharma directamente del tibetano al español.

Vanessa Sasson

Vanessa Sasson

In her books Yasodhara and the Buddha and The Gathering: A Story of the First Buddhist Women, Vanessa Sasson combines in-depth academic research with the spirit of fiction.