Mi hija tiene treinta y cinco Barbies. Esto es un hecho conocido, porque acabo de sacarlas de debajo de la cama y las he contado. Contarlas es algo que me he resistido a hacer en estos últimos cinco años, mientras las Barbies se han multiplicado mucho más allá de la furtiva certeza de que mi hija de siete años tiene demasiadas. Me gusta mantenerlas fuera de mi vista, en un enjambre de miembros y pelos enredados en un contenedor bajo la cama. El contenedor es mi forma de guardarlo todo: el desorden, el exceso y el demérito.
Ya te imagino pensando: “Ay, es una de esas madres”. Una de esas tontas que compran juguetes sin pensar detenidamente en el mensaje subyacente, la implicación o el resultado. Una mamá Barbie.
Las Barbies no se parecen a nosotras. Esa es la verdad. Después de forcejear un rato con ellas para sacarlas de su caja y dejarlas tiradas en el suelo, ya ni siquiera parecen Barbies.
No recuerdo exactamente cómo empezó todo, pero estoy segura de que fue conmigo.
Es cautivador ver a un niño pequeño enamorarse de forma pura y sin complicaciones. El primer gran amor de mi hija Georgia fue Blancanieves, que no era sino una más en una secuencia de princesas organizadas por color a las cuales amar, superar y desechar, pero eso no lo sabíamos entonces. No lo sabíamos y no demoramos. Cuando llevamos a nuestra hija a su primer viaje a Disneylandia, nos acercamos a la Blancanieves real y vimos cómo nuestra niña de dos años jugueteaba con ella. Luego, nos dirigimos a los estantes de recuerdos y derrochamos nuestro dinero en una muñeca de Blancanieves.
Ya me lo imaginaba: cuando abrimos la caja en el coche de camino a casa, supe que no era una muñeca de Blancanieves en realidad. Bajo el camuflaje del disfraz y en la letra pequeña de la licencia del producto se encontraba Barbie, la Pandora moderna, su caja ahora hecha pedazos en el asiento trasero.
Las niñas de su edad atravesaban la misma iniciación. En la guardería de mi hija, la devoción parecía extenderse como un virus de principios de primavera. Para su tercer cumpleaños, su compañera de clase, Kelsey, celebró una de esas míticas fiestas sobredimensionadas con un gigantesco pastel de fantasía: una confección rococó con Barbie saliendo cual Venus de su centro crestado. Fue magnífico. Mi hija no tenía que pedir el mismo pastel para su fiesta, aunque lo hizo. Cuando llegó su cumpleaños, unos meses más tarde, conseguí el nombre del pastelero. El precio era escandaloso, pero no fue el dinero lo que me disuadió, sino la distancia. La pastelería estaba a treinta kilómetros y no hacían entregas, ni siquiera por un pastel de ciento setenta y cinco dólares.
Recurrí a una tienda del vecindario que prometía hacer pasteles con Barbies de verdad. Cuando recogí mi pedido la mañana de la fiesta, comprobé lo contrario. Allí, clavada en medio de ese mejunje de imitación, había una Barbie cursi, barata y falsa, un bombón de mercadillo con el pelo lacio y las mejillas de muñeco kewpie. Me enfurecí y le grité al empleado del mostrador.
“No se dará cuenta”, dijo mi hermana, quien no tiene hijos y aún sigue cuerda, prediciendo la reacción de mi hija como una forma de someter la mía. Agité los puños y tomé el pastel.
Una vez en casa, arranqué la cabeza de la muñeca del pastel y la sustituí por la de una Barbie de verdad de la emergente colección de mi hija. Los tonos de piel no coincidían. Las proporciones estaban mal. Era un crimen pasional.
Pero mi hija nunca se dio cuenta. Para un niño de tres años, “igual” no significa “igual”. Y para ella, Barbie claramente no significaba todo lo que significaba para mí.
Creemos saber lo que significan las cosas y, en las raras ocasiones en que admitimos que no sabemos algo, nos disponemos a averiguarlo. Estudiamos, roemos. Medimos el impacto y la consecuencia. Hacemos saltos deductivos y sacamos conclusiones preconcebidas. Entre todos los enigmas y predicamentos, las mejores conjeturas y las buenas intenciones de la crianza de los hijos, existen unas cuantas verdades universalmente aceptadas. Una de ellas es que Barbie es mala.
Qué inquietante resulta cuando nuestras hijas se acercan con tanta facilidad a esos veinte centímetros de plástico moldeado; al cuerpo esbelto que cabe tan fácilmente en sus manos, aún con hoyuelos; a la muñeca que dista mucho de parecerse a la vida real y que sobrevive a todo tipo de torturas de la moda, entierros en areneros, ahogamientos en bañeras y desastrosos cortes de cabello realizados en secreto con tijeras prohibidas. Qué mortificante es cuando, entre todas las ofertas más sensatas, todos los juguetes apropiados y sancionados, nuestras hijas están más o menos universalmente de acuerdo: Barbie es buena.
Es en ese forcejeo, la eterna lucha de lo malo contra lo bueno, de lo correcto contra lo incorrecto, donde veo la dimensión oculta del ícono debajo de la cama. Va más allá de los ideales inexpugnables de neutralidad de género e imagen corporal saludable. Es mucho más sutil que elegir el bando de los demonios o el de los inocentes. No es nosotros contra ellos; no es ni blanco ni negro. Es Dharma, el Dharma de Barbie, disponible por tan sólo cinco dólares con noventa y nueve centavos en la supertienda de descuento.
“¿A Georgia le gusta Barbie?”, me pregunta una niña. Tiene cuatro años y le echa el ojo a la lonchera de vinilo rosa que mi hija lleva al patio del preescolar cada mañana. Tiene una foto de una Barbie vestida muy a la moda con chaleco de flecos y pantalones acampanados. La referencia cultural se le escapa a mi hija, por supuesto, pero no a mí, el consumidor destinatario. La compré para que nos ayudara a superar el siguiente gran hito: comer en la escuela.
“Sí”, le respondo “¿y a ti?” Por su cara levantada y su mirada directa, sé que tiene algo que expresar.
“Mi papá dice que no nos gustan las Barbies porque la empresa que las fabrica quiere quedarse con nuestro dinero y porque no se parecen a nosotros”.
Nosotras vamos cargadas con el almuerzo, pienso yo, y ella va cargada con eso.
Es una carga pesada, nuestra altanería, y no nos lleva a ninguna parte. Puede que avancemos lo suficiente como para cambiar una idea por otra, pero eso no es nada nuevo. Seguimos atascados en nuestros sesgos, paralizados por principios y cegados por la inviolabilidad de nuestras opiniones. Entonces nuestros hijos, tan abiertos y deseosos de una explicación, se la creen por completo. La escupen a trozos, una forma de defensa contra una lonchera de vinilo rosa que nunca podrá ser suya.
Las Barbies no se parecen a nosotras. Esa es la verdad. Después de forcejear un rato con ellas para sacarlas de su caja y dejarlas tiradas en el suelo, ya ni siquiera parecen Barbies. Intento combinar los conjuntos, intento emparejar los zapatos, me doy por vencida con el cabello. Repaso la habitación después del juego y la reorganizo. Es mi dolor personal. El juego de muñecas de mi hija no tiene nada que ver con el aspecto que se supone que debe de tener su muñeca. No se eleva hasta el ideal, no percibe la diferencia. En sus juegos, nada es precioso, nada es permanente, nada es tabú. Una tarde la oí estallar de alegría con una amiga. Estaban jugando a las Barbies. Su juego consistía en tirar todas las muñecas por encima de la cama. Cuando terminaban, las tiraban al otro lado de la cama. Esto a mí no me pareció bien. Sin siquiera pensarlo, entré y las detuve.
La empresa que las produce no es nada tonta. Hacen un guiño a la diversidad, a las diferencias de color de cabello, tono de piel, sexo e incluso edad. Ofrecen bonitos escenarios profesionales y una panoplia de princesas Grimm. Es muy astuto de su parte. Le da a mi hija más cosas que desear, y a su círculo, más cosas que comprar. Pero Georgia no se deja engañar. No sigue el guión de nadie más que el suyo propio. Independientemente del mensaje cifrado en las estilizadas muñecas y sus intrincados accesorios, todos los juegos acaban derivando en la misma historia: un melodrama original creado por la misma Georgia, en el que su heroico personaje es traicionado por sus amigos, abandonado y dejado a dormir a la intemperie, donde es “mordido por mapaches” o se enfrenta a algún otro destino trágico, pero finalmente se recupera a tiempo para que la historia termine. Reconozco el arco clásico de la fábula en su relato. Veo lo densamente humana que es, lo eterna e incognoscible que es su mente. Dejo de intentar que el juego sea agradable, tranquilo o amable. Dejo de guiarlo por mis propias nociones de justicia o moralidad. Simplemente lo dejo ser.
Entre todas las muñecas de su colección —unas más nuevas, más brillantes, más a la moda, cada una de ellas nacida del lanzamiento de un producto y de la consiguiente campaña de mercadotecnia— tiene una favorita. Indistinguible para mí, es una de las más viejas, su cabello ahora raído y áspero. Lleva un vestido desaliñado y roto, que es su favorito. La muñeca no posee características especiales. No tiene nada llamativo. Todas las demás desempeñan papeles secundarios intercambiables, son simples asistentes. Ella dice que le encanta esta Barbie porque es “bonita”, pero relativamente hablando, no es bonita en la forma en que yo utilizaría el término. No es bonita de la misma manera en que rememoro aquel instante fugaz de juventud, bajo cuyo estándar ahora recuerdo mis mejores momentos. Me doy cuenta de que “bonita” no es una forma de comparar para ella. Es como Georgia describe la capacidad que hay en ella para amar. Barbie es bonita, las piedras son bonitas, y los lagartos son bonitos. Ojalá yo también pudiera ver lo bonito que es todo, lo bonita que soy yo.
Algunas de las amigas de Georgia tienen Barbies. Otras, no. Las que no las tienen a veces vienen a nuestra casa con el único propósito de jugar con lo que está prohibido en casa. Así fue como una de mis vecinas abordó la problemática. A su hija no se le permitía tener Barbies, pero se le concedían visitas ilimitadas al lado oscuro al final de la calle. Y entiendo el porqué. Es difícil —casi imposible— vivir con el deseo que puede producir la prohibición.
En una de esas visitas, las niñas jugaban intensamente a las Barbies, y nosotras, las mamás, estábamos sentadas cerca, ordenando inútilmente un montón de ropa y zapatos en miniatura para pasar el rato. Mi hija le preguntó a la otra madre por qué a su hija no se le permitía tener muñecas como éstas.
— No me gustan las Barbies—, respondió la madre. Me di cuenta de que hablaba con cuidado.
—¿Qué es lo que no te gusta de ellas? — preguntó mi hija.
— No me gustan sus piernas— respondió mi amiga. — Son demasiado largas.— Había tratado delicadamente de concretar la esencia ideológica de su objeción.
Mi hija lo pensó un momento.
— Pero yo sí te agrado, ¿verdad? — Georgia tenía entonces cuatro o cinco años, y su pregunta pareció un poco tonta al principio. Entonces me di cuenta de que estaba estudiando el desconocido asunto de gustar o no gustar a alguien por su aspecto; sus piernas, después de todo, eran cortas. ¿Eso era de gustar, o no?
Esas amigas se mudaron hace dos años y hace poco volvieron de visita. La prohibición de Barbie había sido anulada, eximida como pago único por un empaste dental, y luego borrada por completo por la abrumadora fuerza del deseo reprimido. La madre fue cautelosa sobre sus primeros años y sus intenciones. Al prohibir la Barbie, había intentado evitar en su hija una repetición de su propio autodesprecio adolescente. No se trataba de su hija a los cuatro años, sino a los catorce.
¿No sería muy simple si prohibir una muñeca pudiera prevenir directamente el autodesprecio adolescente; si eso fuera todo lo que se requiere para garantizar que nuestras adolescentes sean felices y seguras de sí mismas; si con un acto tan simple pudieran eludir la debilidad de por vida de la autocrítica y atarse a una ecuanimidad inquebrantable? Qué irónico resulta que, en el afán de liberar a nuestras hijas de la herida del autodesprecio, nosotros mismos introduzcamos el insulto de unas opiniones persistentemente dualistas.
Dentro de unos años, probablemente tendré una perspectiva diferente sobre esto. Mi hija ya no se verá a sí misma tan ingenuamente. Quizá para entonces acepte mi barriga de la mediana edad, mi grasa, mi cuello flácido y mis caderas. Quizá para entonces pueda enseñarle algo que merezca la pena sobre el engaño de la autoimagen, la trampa del pensamiento egocéntrico, los tormentos gemelos del agrado y el desagrado, la penitenciaría del bien y del mal. Quizá para entonces haya dominado el Dharma de Barbie. Hasta entonces, meteré la mano debajo de la cama y administraré el inventario.
ACERCA DE KAREN MAEZEN MILLER
Karen Maezen Miller es sacerdotisa del linaje Soto Zen de Taizan Maezumi Roshi y alumna de Nyogen Yeo Roshi. En la vida cotidiana, como madre de su hija Georgia y como escritora, intenta resolver la enigmática verdad de la enseñanza de Maezumi: “Tu vida es tu práctica”. Miller es autora de Momma Zen: Walking the Crooked Path of Motherhood y, más recientemente, Paradise in Plain Sight: Lessons from a Zen Garden.
ACERCA DE ESTEFANIA DUQUE (TRADUCTORA)
Estefania es licenciada en Lenguas Modernas e Interculturalidad por la Universidad De La Salle Bajío. Creció en la calidez de la comunidad budista de Casa Tibet México y actualmente cursa un Programa de Formación de Traductores de Tibetano en Dharma Sagar, con la aspiración de traducir el Dharma directamente del tibetano al español.